sábado, 28 de mayo de 2011

HISTORIA DE LA LECTURA.






INTRODUCCIÓN

Por Guglielmo Cavalo y Roger Chartier

Una historia de largo alcance de las lecturas y los lectores ha de ser la de la historicidad de los modos de utilización, de comprensión y de apropiación de los textos. Considera al «mundo del texto» como un mundo de objetos, formas y ritos cuyas convenciones y disposiciones sirven de soporte y obligan a la construcción del sentido. Por otro lado, considera asimismo que el «mundo del lector» está constituido por «comunidades de interpretación» (según la expresión de Stanley y Fish), a las que pertenecen los lectores/as singulares. Cada una de esta comunidades comparte, en se relación con lo escrito, un mismo conjunto de competencias, usos, códigos e intereses. Por ello, en todo este libro se verá una doble atención: a la materialidad de los textos y a la practica de sus lectores.

«Los nuevos lectores contribuyen a elaborar nuevos textos, y su nuevos significados están en función de sus nuevas formas». De ese modo designa D.F. McKenzie con sobrada agudeza el doble conjunto de variaciones –las de las formas de lo escrito y las de la identidad de los públicos– que ha de tenerse en cuenta toda historia deseosa de restituir el significado movedizo y plural de los textos. En la presente obra hemos sacado provecho de la constatación de diferentes maneras: descubriendo los principales contrastes que, a la larga oponen entre sí a las diferentes maneras de leer; caracterizando en sus diferencias las prácticas de las diversas comunidades de lectores dentro de una misma sociedad; prestando atención a las transformaciones de las formas y los códigos que modifican, a la vez, el estatuto y el público de los diferentes géneros de textos.

Semejante perspectiva, si bien está claramente inscrita en la tradición de la historia del libro, tiende, sin embargo, a desplazar sus cuestiones y trayectorias. En efecto, la historia del libro se ha dado como objeto de la medida de la desigual presencia del libro en los diferentes grupos que integran una sociedad. De lo cual se infiere, en consecuencia, la construcción totalmente necesaria de indicadores aptos para revelar las distancias culturales: por ejemplo, para un lugar y un tiempo dados, la desigual posesión del libro, la jerarquía de las bibliotecas en función del número de obras que contiene o la caracterización temática de los conjuntos a tenor de la parte que en ellas ocupan las diferentes categorías bibliográficas. Desde ese enfoque, reconocer las lecturas equivale, ante todo, a constituir series, establecer umbrales y construir estadísticas. El propósito, en definitiva, consiste en localizar las traducciones culturales de las diferencias sociales.

Esa trayectoria ha acumulado un saber sin el que hubieran resultado impensables otras indagaciones, y este libro, imposible. Sin embargo, no es suficiente para escribir una historia de las prácticas de la lectura. Ante todo, postula de modo implícito que las grandes diferencias culturales están necesariamente organizadas con arreglo a un desglose social previo. Debido a ello, relaciona las diferencias en las prácticas de ciertas oposiciones sociales construidas a priori, ya sea a la escala de contrastes macroscópicos (entre las élites y el pueblo), ya sea a la escala de diferenciaciones menores (por ejemplo, entre grupos sociales jerarquizados por distinciones de condición o de oficio y por niveles económicos).

Y lo cierto es que las diferenciaciones sociales no se jerarquizan con arreglo a una rejilla única de desglose de lo social, que supuestamente gobierna tanto la desigual presencia de los objetos como la diversidad de las prácticas. Ha de invertirse la perspectiva y localizar los círculos o comunidades que comparte una misma relación con lo escrito. El partir así de la circulación de los objetos y de la identidad de las prácticas, y no de las clases o los grupos, conduce a reconocer la multiplicidad de los principios de diferenciación que pueden dar razón a las diferencias culturales: por ejemplo, la pertenencia a un género o a una generación, las adhesiones religiosas, las solidaridades comunitarias, las tradiciones educativas o corporativas, etc.

Para cada una de las «comunidades de interpretación» así identificadas, la relación con lo escrito se efectúa a través de las técnicas, los gestos y los modos de ser. La lectura no es solamente una operación intelectual abstracta: es una puesta a prueba del cuerpo, la inscripción en el espacio, la relación consigo mismo o con los demás. Por ello, en el presente libro, se ha prestado una atención muy particular a las maneras de leer que han desaparecido o que, por lo menos, han quedado marginalizadas en el mundo contemporáneo. Por ejemplo, la lectura en voz alta, en su doble función de comunicar lo escrito a quienes no lo saben descifrar, pero asimismo de fomentar ciertas formas de sociabilidad que son otras tantas figuras de lo privado, la intimidad familiar, la convivencia mundana, la connivencia entre cultos. Una historia de la lectura no tiene que limitarse únicamente a la genealogía de nuestra manera contemporánea de leer, en silencio y con los ojos. Implica igualmente, y quizá sobre todo, la tarea de recobrar los gestos olvidados, los hábitos desaparecidos. El reto es considerable, ya que revela no sólo la distante rareza de prácticas antiguamente comunes, sino también el estatuto primero y específico de textos que fueron compuestos para lecturas que ya no son las de sus lectores de hoy. En el mundo clásico, en la Edad Media, y hasta los siglos XVI y XVII, le lectura implícita, pero efectiva, de numerosos textos es una oralización, y sus «lectores» son los oyentes de una voz lectora. Al estar esa lectura dirigida al oído tanto como a la vista, el texto juega con formas y fórmulas aptas para someter lo escrito a las exigencias propias del «lucimiento» oral.

Contra la representación elaborada por la propia literatura y recogida por la más cuantitativa de las historias del libro, según la cual el texto existe en sí, separado de toda materialidad, cabe recordar que no hay texto alguno fuera del soporte que permite leerle (o escucharle). Los autores no escriben libros: no, escriben textos que se transforman en objetos escritos –manuscritos, grabados, impresos y, hoy, informatizados– manejados de diversa manera por unos lectores de carne y hueso cuyas maneras de leer varían con arreglo a los tiempos, los lugares y los ámbitos.

Ha sido ese proceso, olvidado con harta frecuencia, el que hemos puesto en el centro de la presente obra, que pretende localizar, dentro de cada una de las secuencias cronológicas escogidas, las mutaciones fundamentales que ha ido transformando en el mundo occidental las prácticas de lectura y, más allá, sus relaciones con lo escrito. A ello se debe la organización a la vez cronológica y temática de nuestro volumen, articulado en trece capítulos que nos llevan desde la invención de la lectura silenciosa en la Grecia clásica hasta las prácticas nuevas, permitidas y a la vez impuestas por la revolución electrónica de nuestro presente.


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